A Job lo rodeaba no solamente el
"gran acusador", quien le estaba provocando suma aflicción con el fin
de probar su argumento ante el Dios del Universo. Lo rodeaban también sus
hermanos acusadores, aquellos que eran sus amigos, pero que no entendían la naturaleza
de la situación en que el buen Job se encontraba.
Y la historia de repite una y mil
veces. El gran enemigo y acusador quiere mantener caído al pecador,
convenciéndolo de que ha descendido muy bajo, de que no merece la gracia y el
perdón y de que su mal ya no tiene remedio. Esa es su obra. Muchas veces usa
también los instrumentos humanos para transmitir su mensaje. Pero el mensaje
redentor de Jesús es uno diametralmente opuesto. Por eso vino a morir en el
calvario, para cubrir con su manto de justicia, gratuita y misericordiosamente,
a quien desee ser cubierto con él.
Y Job había descubierto el
secreto: "Yo sé que mi Redentor vive" (19:25). Sabía a quién había
creído. Sabia bien, también, en lo íntimo de su ser, en qué había o no pecado.
No importaba de qué se lo acusa. La voz de la conciencia es lo suficientemente
clara. Nadie puede violarla, excepto la persona misma. "Si nuestro corazón
no nos reprende, tenemos en Dios" (1 Juan 3:21), dice el apóstol. Pero el
apóstol va todavía más lejos, para darnos la seguridad en Cristo, aún cuando
tengamos conciencia de nuestro pecado, cuando éste nos ha vencido: "Pero,
si nuestro corazón nos reprendiere, mayor es Dios que nuestro corazón, y conoce
todas las cosas" (vers 20). En otras palabras nadie como Él conoce la
dimensión y las implicaciones de ese pecado. Nadie como Él, el Médico Divino,
puede identificarlo, analizarlo, extraerlo y sacar del corazón. Ya sea que nos
sintamos puros en nuestro corazón con respecto a éste u otro pecado, ya sea que
lo tengamos sin haberlo reconocido y el Espíritu nos lo muestre, o que estemos
perfectamente conscientes de la falta y nuestro corazón se desfallezca con esa
carga intolerable, el remedio es el mismo. El manto de la justicia de Cristo
nos cubre con su misericordia. Job lo sabia bien, por eso declaró valientemente
a riesgo de faltar a la modestia: "Mi justicia tengo asida, ¡y no la
cederé!".
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