martes, 29 de julio de 2014

UN GRAN ACUSADOR, UN GRAN DEFENSOR

"Mi justicia tengo asida y no la cederé" (Job 27:6)

A Job lo rodeaba no solamente el "gran acusador", quien le estaba provocando suma aflicción con el fin de probar su argumento ante el Dios del Universo. Lo rodeaban también sus hermanos acusadores, aquellos que eran sus amigos, pero que no entendían la naturaleza de la situación en que el buen Job se encontraba.

Y la historia de repite una y mil veces. El gran enemigo y acusador quiere mantener caído al pecador, convenciéndolo de que ha descendido muy bajo, de que no merece la gracia y el perdón y de que su mal ya no tiene remedio. Esa es su obra. Muchas veces usa también los instrumentos humanos para transmitir su mensaje. Pero el mensaje redentor de Jesús es uno diametralmente opuesto. Por eso vino a morir en el calvario, para cubrir con su manto de justicia, gratuita y misericordiosamente, a quien desee ser cubierto con él.

Y Job había descubierto el secreto: "Yo sé que mi Redentor vive" (19:25). Sabía a quién había creído. Sabia bien, también, en lo íntimo de su ser, en qué había o no pecado. No importaba de qué se lo acusa. La voz de la conciencia es lo suficientemente clara. Nadie puede violarla, excepto la persona misma. "Si nuestro corazón no nos reprende, tenemos en Dios" (1 Juan 3:21), dice el apóstol. Pero el apóstol va todavía más lejos, para darnos la seguridad en Cristo, aún cuando tengamos conciencia de nuestro pecado, cuando éste nos ha vencido: "Pero, si nuestro corazón nos reprendiere, mayor es Dios que nuestro corazón, y conoce todas las cosas" (vers 20). En otras palabras nadie como Él conoce la dimensión y las implicaciones de ese pecado. Nadie como Él, el Médico Divino, puede identificarlo, analizarlo, extraerlo y sacar del corazón. Ya sea que nos sintamos puros en nuestro corazón con respecto a éste u otro pecado, ya sea que lo tengamos sin haberlo reconocido y el Espíritu nos lo muestre, o que estemos perfectamente conscientes de la falta y nuestro corazón se desfallezca con esa carga intolerable, el remedio es el mismo. El manto de la justicia de Cristo nos cubre con su misericordia. Job lo sabia bien, por eso declaró valientemente a riesgo de faltar a la modestia: "Mi justicia tengo asida, ¡y no la cederé!".

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