Zacarías había orado por la venida del
Redentor; y ahora el cielo le había mandado su mensajero para anunciarle que
sus oraciones iban a ser contestadas; pero la misericordia de Dios le parecía
demasiado grande para creer en ella. Se sentía lleno de temor y condenación
propia.
Pero fue saludado con la gozosa seguridad: “No temas, Zacarías; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elizabet te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán en su nacimiento. Porque será grande delante de Dios, y no beberá vino ni sidra; y será lleno del Espíritu Santo… Y a muchos de los hijos de Israel convertirá al Señor Dios de ellos. Porque él irá delante de él con el espíritu y virtud de Elias, para convertir los corazones de los padres a los hijos, y los rebeldes a la prudencia de los justos, para aparejar al Señor un pueblo apercibido. Y dijo Zacarías al ángel: ¿En qué conoceré esto? porque yo soy viejo, y mi mujer avanzada en días”.
Zacarías sabía muy bien que Abrahán en su vejez había recibido un hijo porque había tenido por fiel a Aquel que había prometido. Pero por un momento, el anciano sacerdote recuerda la debilidad humana. Se olvida de que Dios puede cumplir lo que promete. ¡Qué contraste entre esta incredulidad y la dulce fe infantil de María, la virgen de Nazaret, cuya respuesta al asombroso anuncio del ángel fríe: He aquí la sierva del Señor; hágase a mí conforme a tu palabra!
El nacimiento del hijo de Zacarías, como el del hijo de Abrahán y el de María, había de enseñar una gran verdad espiritual, una verdad que somos tardos en aprender y propensos a olvidar. Por nosotros mismos somos incapaces de hacer bien; pero lo que nosotros no podemos hacer será hecho por el poder de Dios en toda alma sumisa y creyente. Fue mediante la fe como fue dado el hijo de la promesa. Es por la fe como se engendra la vida espiritual, y somos capacitados para hacer las obras de justicia (El Deseado de todas las gentes, pp. 72, 73).
También Ana la profetisa vino y confirmó el testimonio de Simeón acerca de Cristo. Mientras hablaba Simeón, el rostro de ella se iluminó con la gloria de Dios, y expresó su sentido agradecimiento por habérsele permitido contemplar a Cristo el Señor.
Estos humildes adoradores no habían estudiado las profecías en vano. Pero los que ocupaban los puestos de gobernantes y sacerdotes en Israel, aunque habían tenido delante de sí los preciosos oráculos proféticos, no andaban en el camino del Señor, y sus ojos no estaban abiertos para contemplar la Luz de la vida (El Deseado de todas las gentes, p. 37).
El espíritu de profecía
estaba sobre este hombre de Dios, y mientras que José y María permanecían allí,
admirados de sus palabras, los bendijo, y dijo a María: “He aquí, éste es
puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel; y para señal a la
que será contradicho; y una espada traspasará tu alma de ti misma, para que
sean manifestados los pensamientos de muchos corazones”.
El
niño Jesús no recibió instrucción en las escuelas de las sinagogas. Su madre
fue su primera maestra humana. De labios de ella y de los rollos de los
profetas, aprendió las cosas celestiales. Las mismas palabras que él había
hablado a Israel por medio de Moisés, le fueron enseñadas sobre las rodillas de
su madre. Y al pasar de la niñez a la adolescencia, no frecuentó las escuelas
de los rabinos. No necesitaba la instrucción que podía obtenerse de tales
fuentes, porque Dios era su instructor (El Deseado de todas las gentes, p. 50).
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