Dios vio que el sábado era esencial para el hombre, aun en el paraíso. Necesitaba dejar a un lado sus propios intereses y actividades durante un día de cada siete para poder contemplar más de lleno las obras de Dios y meditar en su poder y bondad. Necesitaba el sábado para que le recordase más vivamente la existencia de Dios, y para que despertase su gratitud hacia él, pues todo lo que disfrutaba y poseía procedía de la mano benéfica del Creador (Patriarcas y profetas, p. 29).
Dios enseña que debemos congregarnos en su casa para cultivar los atributos del amor perfecto. Esto preparará a los moradores de la tierra para las mansiones que Cristo ha ido a preparar para todos los que le aman. Allí se congregarán en el santuario de sábado en sábado, de luna nueva en luna nueva, para unirse en los más sublimes acentos de alabanza y agradecimiento a Aquel que está sentado en el trono y al Cordero para siempre jamás (La fe por la cual vivo, p. 39).
El sábado no era para Israel solamente sino para todo el mundo. Había sido dado a conocer al hombre en el Edén, y como los demás preceptos del Decálogo es de obligación imperecedera. Acerca de aquella ley de la cual el cuarto mandamiento forma par te, Cristo declara: “Hasta que perezca el cielo y la tierra ni una jota ni un tilde perecerá de la ley” (S. Mateo 5:18). Así que mientras duren los cielos y la tierra el sábado continuará siendo una señal del poder creador. Cuando el Edén vuelva a florecer en la tierra, el santo día de reposo de Dios será honrado por todos los que moren debajo del sol. “De sábado en sábado” los habitantes de la tierra renovada y glorificada subirán “a adorar delante de mí, dijo Jehová”.
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