Después de salir del agua, Jesús se
arrodilló en oración a orillas del río. Se estaba abriendo ante él una era
nueva e importante. De una manera más amplia, estaba entrando en el conflicto
de su vida…
La mirada del Salvador parece penetrar el cielo mientras vuelca los anhelos de su alma en oración. Bien sabe él cómo el pecado endureció los corazones de los hombres, y cuán difícil les será discernir su misión y aceptar el don de la salvación.
Intercede ante el Padre a fin de obtener poder para vencer su incredulidad, para romper las ligaduras con que Satanás los encadenó, y para vencer en su favor al destructor. Pide el testimonio de que Dios acepta la humanidad en la persona de su Hijo. Nunca antes habían escuchado los ángeles semejante oración. Ellos anhelaban llevar a su amado Comandante un mensaje de seguridad y consuelo. Pero no; el Padre mismo contestará la petición de su Hijo. Salen directamente del trono los rayos de su gloria. Los cielos se abren, y sobre la cabeza del Salvador desciende una forma de paloma de la luz más pura, emblema adecuado del Manso y Humilde (El Deseado de todas las gentes, pp. 85, 86).
Jesús nos ha dejado esta
amonestación: “Velad pues, porque no sabéis cuándo el señor de la casa vendrá;
si a la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; porque
cuando viniere de repente, no os halle durmiendo” (Marcos 13:35, 36). Se pide a
la iglesia de Dios que cumpla su vigilia, por peligrosa que sea, ora sea corta
o larga. El pesar no brinda excusas para ser menos vigilantes. La tribulación
no debe inducirnos al descuido, sino a duplicar la vigilancia. Por su ejemplo
Cristo indicó a su iglesia cuál es la fuente de su fuerza en tiempo de
necesidad, angustia y peligro. La actitud de velar designará en verdad a la
iglesia como pueblo de Dios. Por esta señal, los que aguardan se distinguen del
mundo y demuestran que son peregrinos y extranjeros en la tierra. De nuevo, el
Salvador se apartó tristemente de sus discípulos que dormían, y oró por tercera
vez repitiendo las mismas palabras. Luego volvió a ellos y les dijo: “Dormid
ya, y descansad: he aquí ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado
en manos de pecadores” (Mateo 26:45). ¡Qué crueles fueron los discípulos al permitir
que el sueño les cerrase los ojos, y encadenase sus sentidos, mientras su
divino Señor soportaba tan inefable angustia mental! Si hubiesen permanecido en
vela, no habrían perdido su fe al contemplar al Hijo de Dios muriendo en la
cruz.
Esta importante vigilia
nocturna debiera haberse destacado por nobles luchas mentales y oraciones, que
los habrían robustecido para presenciar la indecible agonía del Hijo de Dios.
Los habría preparado para que, mientras contemplaban sus sufrimientos en la
cruz, comprendieran algo de la naturaleza de la angustia abrumadora que él
soportó en el huerto de Getsemaní. Y habrían quedado mejor capacitados para
recordar las palabras que les había dirigido con referencia a sus sufrimientos,
muerte y resurrección; y en medio de la lobreguez de aquella hora terrible y
penosa, algunos rayos de esperanza habrían iluminado las tinieblas y sostenido
su fe (Joyas de los testimonios, tomo 1, pp. 222, 223).
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