“Y se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad”.
Nunca antes habló otro que tuviera tal poder para despertar el pensamiento,
encender la aspiración y suscitar cada aptitud del cuerpo, la mente y el alma.
La enseñanza de Cristo, lo mismo que su simpatía, abarcaba el mundo. Nunca podrá haber una circunstancia de la vida, una crisis de la experiencia humana que no haya sido prevista en su enseñanza, y para la cual no tengan una lección sus principios.
Las palabras del Príncipe de los maestros serán una guía para sus colaboradores, hasta el fin. Para él eran uno el presente y el futuro, lo cercano y lo lejano. Tenía en vista las necesidades de toda la humanidad. Ante su mente estaban desplegadas todas las escenas de esfuerzo y progreso humanos, de tentación y conflicto, de perplejidad y peligro. Conocía todos los corazones, todos los hogares, todos los placeres, los gozos y las aspiraciones…
De sus labios la Palabra de Dios llegaba a los corazones de los hombres con poder y significado nuevos. Su enseñanza proyectó nueva luz sobre las cosas de la creación. En la faz de la naturaleza se vieron una vez más los resplandores que el pecado había eclipsado. En todos los hechos e incidentes de la vida, se revelaba una lección divina y la posibilidad de gozar de la compañía de Dios. El Señor volvió a morar en la tierra; los corazones humanos percibieron su presencia; el mundo fue rodeado por su amor. El cielo descendió a los hombres. En Cristo, sus corazones reconocieron a Aquel que les había dado acceso a la ciencia de la eternidad (La educación, pp. 81, 82).
La misión de Jesús fue puesta de manifiesto por milagros convincentes. Su doctrina asombró a la gente… Era un sistema de verdad que satisfacía la necesidad del corazón. Su enseñanza era clara, sencilla y abarcante. Las verdades prácticas que enunció tenían poder de convicción y llamaban la atención de la gente. Las multitudes permanecían junto a él, maravillándose por su sabiduría. Sus modales estaban en armonía con las grandes verdades que proclamaba. No pedía disculpas, no vacilaba, ni había la menor sombra de duda o incertidumbre de que fueran diferentes de lo que declaraba. Hablaba de lo terrenal y de lo celestial, de lo humano y lo divino, con autoridad absoluta; y la gente se admiraba “de su doctrina, porque su palabra era con autoridad”.
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