"Jehová, fortaleza mía... roca mía y castillo mío y mi libertador. Dios mío, fuerte mío... Escudo mío, mi refugio y el cuerno de mi salud" (Salmos 18: 1, 2).
Sólo dos versículos y nueve referencias a la propia persona. Nueve veces el pronombre posesivo enfatiza el título de propiedad del autor sobre el bien mencionado. Pero este bien o propiedad no es cualquier cosa, no es un artículo que pueda conseguirse en este mundo, ni siquiera empeñando toda la riqueza o la vida misma.
Es nada menos que el Señor del universo. El Salvador y Redentor de la raza humana. Y el salmista lo quiere hacer suyo, no necesariamente como posesión egoísta o exclusiva, pero quiere asegurarse de que le pertenece también a él, juntamente con su poder, con su salvación, con su consuelo y su protección. Es el Dios de los ejércitos, es el Dios de su pueblo, es el Dios de sus padres, pero quiere hacerlo también suyo. Quiere involucrarse personal, íntimamente con ese Dios que ha obrado maravillas en el pasado y desea que las realice también ahora en su realidad presente.
El salmo entero se refiere no a una petición invocando personalmente ese nombre majestuoso. Es más bien un testimonio de que ese ser maravilloso y de poder infinito ha contestado su humilde petición personal. Que Dios se ha dignado escuchar esa voz solitaria y aparentemente insignificante dentro de la vastedad del universo y le ha respondido. ¡Cuán maravilloso testimonio! Sólo aquel que experimenta la dulce respuesta del Señor en su vida puede atestiguar del gozo y la convincente seguridad de su presencia. Es una experiencia sublime que se da según la necesidad del caso y de la persona necesitada, de la medida de la fe y de tantas otras eventualidades que sólo el Señor conoce. Pero se da siempre, a su manera personal y peculiar, de tal forma que podamos llamarlo: MI Señor, MI Dios, MI Redentor, MI Ayudador, MI Todo y en todas las cosas y en todas las circunstancias.
Comentarios Adicionales
Citando a Baal Shem Tov, Samuel H. Dresner sugiere que las primeras palabras de una oración judía: "Nuestro Dios y Dios de nuestros padres", expresan la idea de que este "Dios de nuestros padres" es lo que se nos ha dado o hemos recibido de otros. "Nuestro Dios", es lo que hemos encontrado por nosotros mismos. Sin duda, ambas posesiones son meritorias, pero insuficientes. La expresión el "Dios de nuestros padres" lleva consigo la autoridad de la tradición; pero si no se hace propia, puede debilitarse y hasta abandonarse. Por otra parte la frase "nuestro Dios" representa una fe descubierta por la propia persona, la cual, aunque admirable en sí misma, sin el poder generacional de la tradición familiar, puede ser abandonada en un momento de confusión. Se necesita tanto "nuestro Dios" como "el Dios de nuestros padres".
Según los eruditos bíblicos:
• La "roca" a la que se refiere David no es una piedra cualquiera, sino un colosal monolito inamovible e inexpugnable.
• La voz hebrea para "castillo" es esencialmente la misma que para Masada, esa fortaleza desde la cual resistieron los judíos al ejército romano después de la destrucción de Jerusalén.
• El "fuerte" a que se refiere procede de la voz hebrea que se ha traducido también como "roca"; una roca escarpada e inamovible.
• El "escudo" es el mismo al que se refiere Efesios 6:16 (con el que se pueden apagar todos los dardos de fuego del maligno).
• El "cuerno de mi salud" (o salvación) es un símbolo que se menciona también en el Nuevo Testamento (Lucas 1:69), aplicado al Mesías y que se refería ya sea a los cuernos del altar de donde se podían asir en busca de refugio los pecadores que huían; o bien, a los cuernos poderosos de una potente bestia.
• Mi "refugio" (en otras versiones, torre alta), se refiere no a un refugio o torre hecho por el hombre, sino a un elevado accidente topográfico apropiado no solamente para observar y velar desde éste, sino también para la defensa. —Adaptado de Our Daily Bread, 16 de septiembre de 1987.
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