"Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Isaías 53: 5).
Sólo una persona verdaderamente mezquina o despiadadamente insensible puede soportar, sin declararlo ni inmutarse, que otra persona sufra por engaño u omisión el castigo destinado a su propia falta. Pero en este mundo de engaño y corrupción con frecuencia se da el caso. Cuando se descubre el engaño o la omisión, con toda la injusticia y el dolor que acarrea, brota entonces un legítimo sentimiento de indignación y nos inclinamos a desear un doble o triple castigo para el verdadero culpable. Pero en las cortes celestiales, la legitimidad del castigo infligido sobre el inocente Hijo de Dios no es algo sobre lo cual haya duda, o se realice por falta de pruebas o a través de engaños maliciosos.
El castigo de la cruz, soportado con singular estoicismo por nuestro Salvador, es ante todo el universo obvia y plenamente entendido como una ofrenda voluntaria de su vida, a fin de librar de la muerte eterna a quienes la merecían. No se efectuó por accidente, ni por error, ni siquiera como resultado de las maquinaciones de Satanás para lograr engatusar al Sanedrín, al sumo pontífice, a Pilato, a Judas o al gobierno romano, por más que todos ellos puedan cargar con su responsabilidad de participación en el hecho. Curiosamente, el único que no lo entendió así fue el ser humano. Dice el profeta que "nosotros" "le tuvimos por azotado, abatido y herido por Dios" (vers. 4), como si él hubiera realmente merecido el castigo. Por ello, porque su muerte en la cruz apareció a los ojos de tantos como la justa retribución a sus propios delitos, "escondimos de él el rostro" y "fue menospreciado y no lo estimamos" (vers. 3).
Nada pudimos hacer entonces ni podemos hacer ahora para librarlo de la muerte injusta. Ni queremos hacerlo. Sólo podemos agradecer su muerte generosa. Aceptar que los culpables somos nosotros, pero que no podríamos haber evitado su muerte en nuestro lugar, porque la ofrendó voluntario, ¿y quién puede decirle a Dios: haz esto o, no hagas lo otro? Mejor aceptar nuestra culpa. Aceptar su inocencia. Aceptar su sacrificio y asegurarnos que no sea en vano en nuestra persona. Decir a grandes voces y declarar a través de nuestra vida una y otra vez que "el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados". "Cantad alabanzas, alegraos, porque Jehová ha consolado a su pueblo" y lo "ha redimido" (52:9).
Comentarios Adicionales
El Camino de la Salvación, de la epístola a los Romanos, ha sido durante muchos años una ruta tradicional para dirigir a las personas hacia la fe en Cristo:
1. Cada ser humano es un pecador (3:23).
2. La paga del pecado es muerte (6:23).
3. En su gran amor, Dios ha hecho provisión para la salvación de los pecadores (5:8).
4. Cada persona debe poner su confianza en Jesucristo, el Hijo de Dios (10:9, 10, 13).
Refiriéndose a la imputación de nuestros pecados sobre Cristo, como nuestro substituto, Martín Lutero declaró: "Todos los profetas profetizaron a través del Espíritu que Cristo se convertiría vicariamente en el mayor de los transgresores, asesinos, adúlteros, ladrones, rebeldes, blasfemos, etc. que haya existido o pudiera existir en este mundo. Porque siendo él un sacrificio por los pecados de todo el mundo, no es ahora una persona inocente y sin pecado... sino un pecador".
En una ocasión, Lutero le escribió a un amigo: "Aprende a conocer a Cristo crucificado. Aprende a alabarle y decir: 'Señor Jesús, tú eres mi justicia, yo soy tu pecado. Tú has tomado sobre ti mismo lo que es mío y me has dado lo que es tuyo. Llegaste a ser lo que no eras, para que yo pudiera llegar a ser lo que no soy".
Dice Oswald Chambers: "Hollamos la sangre del Hijo de Dios si pensamos que somos perdonados porque nos arrepentimos de nuestros pecados. La única explicación por el perdón de Dios y la insondable profundidad de su olvido de los pecados es la muerte de Jesucristo. Nuestro arrepentimiento es simplemente el resultado de darnos cuenta personalmente de la expiación que ha obrado en favor de nosotros. No importa quién o qué seamos, hay absoluta reintegración a Dios a través de la muerte de Jesucristo y no de ninguna otra manera. No porque Jesucristo ruegue, sino porque murió. Esa reintegración no se gana, se acepta... La expiación es una propiciación a través de la cual Dios, mediante la sangre de Cristo, hace santo a un hombre impío".
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