"No seas vencido de lo malo, mas vence con el bien el mal" (Romanos 12:21).
El consejo del apóstol es muy práctico y oportuno. Oportuno porque se aplica a casi cada aspecto de nuestra vida cotidiana. Y es que vivimos en el terreno enemigo luchando constantemente contra su poder. Pero el consejo podría parecernos simplemente una frase retórica, que no toca fondo; algo que es obvio y se repite circunstancialmente, pero que no funciona tan fácilmente en la práctica. Después de todo, no siempre se tiene el deseo ardiente de vencer el mal y menos con el bien. A veces el mal resulta demasiado placentero, sea en términos de ganancia personal, de fama y de buen nombre, de venganza acariciada y otras tantas modalidades que pueda revestir.
En el contexto de esta declaración, el apóstol se refiere específicamente a la venganza. Dice que la venganza le pertenece solamente a Dios (vers. 19) y que nosotros no tenemos nada que ver con ella. Por eso, cuando nuestro enemigo tiene hambre o tiene sed, no debemos pararnos a considerar sus acciones para ver si merece o no nuestro servicio de amor. El apóstol aconseja simplemente que sigamos adelante con nuestro deber cristiano, sin hacer acepción de personas. Pero el verdadero secreto de cumplir este mandato aparentemente tan lógico, pero tan difícil y a veces imposible de cumplir, se encuentra precisamente en reconocer la fuente del mal, pero sobre todo del bien. El adalid del bien ya ganó la batalla en nuestro favor sobre los poderes del mal. El enemigo en cuyo terreno vivimos es un enemigo vencido, y aunque lo más cruento de la batalla se dispute en el ámbito del corazón, aun allí se logra la victoria echando mano del bien. Pero debemos recordar que el bien tiene un rostro. Es una persona. Y tiene también un nombre: Nuestro Salvador Jesucristo. "Sin mí, nada podéis hacer".
"Más yo os digo, bendecid a los que os maldicen y haced bien a los que aborrecen". Jesus.
"No nos conviene dejarnos llevar del enojo con motivo de algún agravio real o supuesto que se nos haya hecho. El enemigo a quien hemos de temer es el yo. Ninguna forma de vicio es tan funesta para el carácter como la pasión humana no refrendada por el Espíritu Santo. Ninguna victoria que podamos ganar es tan preciosa como la victoria sobre nosotros mismos" (Ministerio de Curación, p.386).
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